jueves, 8 de diciembre de 2011

Reynaldo Jiménez en Boingo-Bong 02



Quizá naKh ab Ra —no sólo en la rúbrica continuará mutando— descrea de aquello que confina a un estilo. En cuanto soberanía de algún discursear. O lo halle triturado, expansivo, microscópico. Urticante. Posiblemente letal, como viene aconteciendo en tanta (y tan escasa) exploración por analogía. Desolvido: “un” “recordar” “un” “más” “acá”. Implicándose en una inmensa desmentida. El humor, que pela, fuera de sí, no se guarda, insurge vulnerado. Baja los humos. Arcaico, inatrapable pero macerador del ánimo, como la glosolalia, captada al vuelo, de materias manifestándose. Nace excéntrico cometido el destripar suyo laberinto mental y en cuanto pretenda encierro de cualquier suerte. ¿Quién podría decir, con la boca llena hoy por hoy, que ha concluido el ciclo de la inspiración? ¿Y lo inspirador en sí: por supuesto fuera de programa e, incluso, inconveniente a ciertos fines aduaneros de legibilidad? Inspirar sería poder no seguir un solo camino. No continuar trinchando las palabras al Proyecto (de la Obra, del Protagonista de la obra, del Intérprete del protagonista de la obra…). El poema viene a por más. Más perambular. Más lechuzar. No traería margen de previsión para estar contemplando. ¿Pero quién se prepara para despegar? ¿Cómo habrían de permanecer iguales los caminos? La vozvozvoz se experimenta en inherencias, en premoniciones. Inmanece. Imán al que acude el fraseo metamórfico. Y es esto, precisamente, lo cómico que decíamos: el ser siempre otro(s). Y con esa violencia de origen hacer un boquete en el destino. Un buraco en el muro de los lamentos. Una constatación (una práctica) hecha de pequeños accidentes, niveles de conciencia a través de diversos paseos. Situación en naturaleza, la desmesura de su cooptar ultrapresente. Pues las texturas espetan. Salen al encuentro. Imágenes, en Boingo, acezan más allá de su enunciación. De su posible o su imposible. Continúan trazándose fuera de la página. La cual, asá, no está en el centro. Página mapa del tesoro. Los ejes, alineares. Fruir de bicherío. Hablas blasfemas sólo en cuanto a cualquier suficiencia central. Excursión de los sentidos (más de cinco) galactizándose. ¿Arboregma? / Plantasoma. Para ello, un tempo subliminal suelta polen suspensivo, detenimiento en fuga, revuelta humoral. Como en El lobo estepario el músico Pablo alude a su teatrillo esfumante (“sólo para locos”), podría uno referir la participación de este libro en una ya extensa y nunca bien dispersa ni aclarada “escuela de humorismo”. Alumbre discontinuo, quiero decir, entre toques (retoques) provocadores del proceder rumiante, en fase de aguzar. Ara la materia: trágica, continua desmentida. Sólo queda el desarme. El abandono del afincamiento paranoide. Del escudo de la seriedad. Mascar. Sólo el recurso poético ve, en lo trágico, lo salido de mito, desmadejado, el filón de agua potable de la comicidad. Y ésta no es apenas figurativa, acontece al ras de la lengua. Reguero de gags: fraseo del pneuma. Tribu, pues, de los momentos, lo irrepetible sin embargo reversible. ¿Cuántos seremos en la manguera traslúcida de la caracola? Rutila esta resistencia azuzada en contraesperanto, que adhiere sólo al proceso de su irse-dejando-ser. Donde el viajado, es, por ese algo animaleable que le acontece y le roe las distancias. Las máscaras de Don. Nos va royendo, rayo, con la determinación de de un transformismo primigenio. Otro grado de urgencia. Más que un proceder de alcurnia y sin protección contra el chasquido (involuntario) de la lengua. Esos barnices fluviales sobre el pellejo del chasqui, ese arrastre mercurial de pinceladas a la médula. A más oscuro / más blanco el hueso se contonea y revive. Algo transistor, por demás, antenado. Tanto a lo sincrónico (incluso al punto de provocarlo mediante veladuras metonímicas) cuanto lo inverificable. Varias dimensiones a la vez. Abarajadas. Donde el universo permanece en infinita adolescencia. Y no es un limbo. Ni purga. Ni espera fortuita que se consuele con las mojarras conceptuales que una retícula cualquiera, un sistema de transcripción, colocaría en el altar vigilado de su esmero. Adolescer para la inmersión: también de eso se trata. Para nunca poder saber quién percibe a quién. Y de quién a qué: Frecuencia modular que comunica los practicables inforestales / de burbuja a burbuja, de botella en botella. Y tanta es esta puerilidad, que nunca se ocultará. El poema, al mostrar la hilacha de sus procesos de atención verbal, no tendría cómo volver a ser excusa, atajo, pretexto. La receptividad, por su parte, no repara más, ni descansa, en la afirmación literárea (del poema en cuanto ente separable de lo que en él se mueve, halle o no haya su lector). No hay con qué ponerse a salvo de la marejada que se implica, ya el poema intrínseco está ofreciendo entreser de intensidades. La escritura receptiva. Receptividad que también inscribe, haciendo de paso espacio (interno). Y, con ello, volviendo resonador al interperceptor. Es la escritura, acción del artesanato febrífugo, su propia jugada maestra. Porque discípula de sí misma. No obedece a modelo, ni lo sostendrá atacándolo: hace su historia, mutación entrentregándose. Así en la nuca estrellada del antenado (ahora niñoide) como en la estera de disolvencias del arenal, donde se sueltan, para advenir, fiebres, distancias. Rumor desantropoide: la bendición de alcanzar las mortalidades inhumanas, infantiles.




Reynaldo Jiménez

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